пятница, 31 июля 2020 г.

Léon Dufour: La Guerra De La Independencia Española Vista Por Un Médico Del Ejército De Napoleón (1808-1814)




            Léon Dufour (1780-1865) fue un médico y naturalista con un amplio abanico de intereses, sobre todo dentro del campo del reino animal, donde publicó más de 230 trabajos. Dedicado sobre todo a los artrópodos –insectos principalmente, pero también arácnidos y crustáceos–, hasta se interesó por los nematodos y anélidos. Su contribución científica sobre vegetales –sensu lato– es más modesta: dos trabajos sobre líquenes, uno sobre hongos y tres o cuatro sobre taxonomía de plantas vasculares. Sin embargo, su interés por la botánica venía de lejos, y desde muy joven se había dedicado a colectar plantas y determinarlas y, en sus relatos de las excursiones o de descripciones paisajísticas, a menudo aparecen comentarios florísticos, listados de plantas y algunas descripciones de especies nuevas. Además, casi siempre enviaba duplicados de sus colecciones a los botánicos que pensaba que podían estar interesados, a menudo con la descripción de las novedades. Así, muchas de las especies con su nombre aparecen en los diferentes volúmenes del Prodromus de su amigo Augustin Pyrame de Candolle (1778-1841) o en el Systema vegetabilium de J.J. Roemer (1763-1819) y A. Schultes (1773-1831). Pero la lista de sus corresponsales botánicos es más amplia: R. Desfontaines (1750-1833), E. Acharius (1757-1819), P. de Lapeyrouse (1744-1818), J.L.A. Loiseleur-Deslongchamps (1774-1849) o los hermanos Jussieu.



 


           Según él mismo cuenta, era un hombre metódico y escrupuloso, que siempre había tomado notas sobre los principales acontecimientos de su vida. Con ello, escribió su autobiografía para uso familiar, que llega hasta el año 1862. Sus hijos la completaron y la publicaron en 1888. Los capítulos corresponden cronológicamente a las diversas etapas de su vida: infancia, juventud y primeras excursiones a los Pirineos, estudios de medicina en París, campaña militar en España (1808-1814) y práctica de la medicina y vida privada, además de un par de capítulos dedicados a relatar, a partir de 1818, las excursiones científicas a los Pirineos y los viajes a París. La parte más extensa –y que es la que nos interesa hoy aquí– corresponde a la campaña de España y, aunque en años es corta, está claro que fue una de las etapas de su vida más agitada y que le marcó para siempre, tanto por las relaciones que estableció como por las circunstancias en que transcurrió. Ofrece, además, un fuerte contraste con la tranquila vida de médico y naturalista prominente en una pequeña ciudad de las Landas de unos 5.000 habitantes, su Saint-Sever-sur-Adour natal, que es la vida que llevaría hasta la jubilación y donde lo más arriesgado que haría sería ir de excursión a los Pirineos.



Principales ciudades en las que se estableció y rutas por las que transitó Léon Dufour en el NE ibérico durante el periodo 1808-1814 [muchos de los trayectos los hizo en varias ocasiones, tanto de ida como de vuelta]



            El viaje de España comienza cuando, el 22 de marzo de 1808, se despide de la familia en las Landas y se va hacia España, en lo que, en principio, debe ser un alistamiento de un año para ir a la conquista de Gibraltar. Entra por el puente del Bidasoa en Irún y hará los dos tercios del camino hasta Madrid a pie: Hernani, Vitoria, Miranda, Pancorbo, Briviesca, Burgos, Aranda de Duero, puerto de Somosierra, Buitrago y Madrid, donde llega el 12 de abril. Hay entre 8.000 y 10.000 soldados acampados en Chamartín, pero a él lo alojan en una casa del centro de la ciudad, que será su residencia durante los cuatro meses de estancia en la capital. Herboriza por los alrededores de Madrid con Mariano Lagasca (1776-1839), entonces profesor de botánica en el Jardín Botánico, y se reúne con Hipólito Ruiz (1754-1816) y José Antonio Pavón (1754-1844), que le muestran sus trabajos sobre la Flora peruviana et chilensis. El día 21 de abril se encuentra en casa de Lagasca, cuando un amigo de éste les comunica que Manuel Godoy, el valido del rey que había sido depuesto y encarcelado tras una revuelta popular el 19 de marzo, ha sido liberado por los franceses y trasladado a Francia. Aquí la preocupación de Dufour es total al ver que su colega se transforma en un momento en un energúmeno, insultando en latín y español a Napoleón y Murat y a todos los franceses en general. Pero inmediatamente Lagasca se acuerda de él y le ofrece cobijo en su domicilio si lo necesita y lo acompaña hasta su alojamiento. El 27 de abril Dufour todavía visita la Casa de Campo, el Pardo y los campos de Chamartín, pero ya se ven los primeros muertos en las calles. El 2 de mayo se produce la revuelta popular y al día siguiente los fusilamientos de El Pardo: en dos días más de 1.500 muertos. En poco tiempo Madrid queda desierto, pues los españoles en condiciones de hacerlo han huido hacia el sur, con el fin de organizar la insurrección. En agosto el ejército francés se retira hacia el norte. Se reagrupan en Vitoria y él es asignado al ejército de Aragón, comandado por el mariscal Suchet. A partir de aquí será uno de los encargados de organizar los hospitales de retaguardia de los sitios de Zaragoza, Tortosa, Tarragona, Sagunto y Valencia, aunque también le encomiendan algunas misiones especiales: organizar la incineración de los más de 4.000 cadáveres del asalto final de Tarragona o ir a informar sobre brotes epidémicos en varios destacamentos, como los que lo llevan hasta Ejea de los Caballeros, Mequinenza o Villena. Hará varias travesías arriba y abajo por el valle del Ebro y, por la costa, hasta Valencia; también tendrá un permiso corto para ir a ver a la familia a Saint-Sever, pasando por Jaca. A grandes rasgos, reside unos 4 meses en Madrid, 19 en Tudela, 5 en Mora de Ebro y 18 en Valencia y algunas poblaciones cercanas. Desde aquí, a finales de junio de 1813, comienzan una retirada gradual hasta Barcelona, donde llegan a primeros de septiembre y permanecerán allí hasta finales de año. A finales de febrero de 1814 ya está en Francia, la abdicación de Napoleón le sorprende en Narbona y a finales de abril ya está en Montpellier. Y desde allí, a casa, donde llega con todo su botín de guerra: algunos paquetes de plantas, cajas de insectos y los preciados manuscritos del diario.



  


Campanula fastigiata Dufour ex Schultes, que Léon Dufour descubrió cerca de Samper de Calanda, en el Bajo Aragón (Joan Pedrol)

          El estilo del texto es plano y descriptivo, conciso, y en cuanto a la temática, se pueden diferenciar dos partes. En la primera, que acaba cuando deja Madrid, nos cuenta cosas sorprendentes sobre España y los españoles, cuando todo le llama la atención. Sólo entrar en el País Vasco se extraña con el carro de bueyes y el arado romano, que describe detalladamente, así como la indumentaria de hombres y mujeres; ya en Castilla explica cómo es el interior de las casas o las características del vino –detestable según él–, pero también da indicaciones sobre el paisaje del valle del Duero, el aspecto de las sabinas o la geografía de Somosierra y, como no podía ser menos, hace una reseña detallada de una corrida de toros en Madrid. En la segunda parte el protagonista principal ya es la guerra, con todas sus consecuencias. Ofrece considerable información sobre movimientos de tropas, enfrentamientos militares y número de efectivos y bajas, y a menudo comenta aspectos de estrategia militar; por ejemplo, vivió muy de cerca el asedio y caída de Tarragona, donde detalla día a día los principales eventos militares. También describe los efectos de la guerra sobre las ciudades y la gente: los saqueos, la muerte, la destrucción. Pero entretanto siempre hay espacio para dar alguna pincelada sobre el paisaje vegetal, notas sobre plantas interesantes –curiosamente, rara vez habla de insectos– o información sobre su actividad recolectora. Esta no se detuvo nunca, hasta el punto en que fue amonestado algunas veces por exponerse –según los superiores– a peligros innecesarios. Así, en la retirada de Madrid, tiene tiempo para explorar las montañas de Pancorbo; más tarde, alguna vez se aleja solo para colectar, pero más a menudo lo que hace es aprovechar las partidas de caza o incluso las paradas imprevistas de los convoyes para herborizar. También lo hace en el acueducto de Tarragona mientras de produce el asedio de la ciudad, con "vingt mille guerriers destructeurs et un seul botaniste collecteur" o, en Valencia, donde sale a menudo al campo a colectar e incluso organiza una excursión a la cartuja y sierra de Porta Coeli. Desde el punto de vista botánico, es recomendable completar la autobiografía con la lectura de la segunda parte de su artículo sobre el valor histórico y sentimental de un herbario*, publicado en 1860, cuando ya tenía 80 años. Aquí el estilo es más personal, lírico incluso, y hace un repaso de su periplo español a través de los recuerdos que le evocan las plantas del herbario.



            El relato comienza justificando su participación en lo que considera que fue "une guerre aussi injuste que désastreuse", aunque también explica el porqué de la lealtad a sus compatriotas, pero a la vez es comprensivo con los que se les oponen, defendiendo sus casas y ciudades. Pero sobre todo está convencido de la superioridad moral de la ciencia sobre el arte militar y se preocupa enormemente por el destino de sus colegas, independientemente de las ideas políticas y del bando en que hayan luchado. Parece que tuvo que recurrir a todas sus influencias para conseguir sacar de la cárcel a uno de los capitanes del batallón de estudiantes en la defensa de Valencia, Vicente Alfonso Lorente (1758-1813), catedrático de botánica y al que sólo conocía de nombre, con el fin de evitar su deportación a Francia. Ya anteriormente, cuando la caída de Zaragoza, se había interesado por la suerte de Ignacio de Asso (1742-1814), significado en la defensa de la ciudad durante el asedio, y de quien le llegan los rumores que pocos días antes ha podido huir, disfrazado, y ha llegado a Baleares. Por otra parte, mantendrá siempre una relación de amistad con Mariano Lagasca, aunque lo considera un exaltado en política y a pesar de que, a partir de 1808, estuvieron enrolados en dos ejércitos enfrentados; más tarde, en 1823, un amigo de L. Dufour es quien ayudará a Lagasca en Sevilla a embarcar hacia el exilio, aunque no consigue salvar el herbario ni los manuscritos. Y, cuando la retirada del ejército napoleónico, los que lo acompañan hasta Montpellier son los botánicos desterrados, por afrancesados, Francisco Antonio Zea (1766-1822) y José Mariano Mociño (1757-1820), éste con los manuscritos y las láminas de la expedición a la Nueva España, que dejaría en préstamo a A.P. de Candolle.



            Dufour retornó posteriormente, por lo menos, dos veces a España, en 1852 en visita familiar al santuario de Loyola y en 1854 en misión entomológica en Madrid, comisionado por la Academia de Ciencias francesa, ocasión en que se alojó en la casa de Mariano de la Paz Graells (1809-1898). DufoureomycesCiferri y Tomaselli, de 1953, es un género de líquenes que le honra y recuerda. Aunque contemporáneos suyos –E. Acharius, J.-B. Bory de St.-Vincent, K.S. Kunth o Ch. Grenier– utilizaron el epónimo Dufoureapara varios grupos de plantas y líquenes, ninguno de ellos está aceptado actualmente.





Léon Dufour (1888). Ma campagne médico-militaire à la guerre d'Espagne (1808-1814). p. 97-236. In: L. Dufour. A travers un siècle, 1780-1865. Souvenirs d'un savant français. Poitiers. 348 p. [Disponible en Gallica]



*Léon Dufour (1860). De la valeur historique et sentimentale d'un herbier. Deuxième partie. Souvenirs d'Espagne. Bulletin de la Société Botanique de France 7: 103-109; 146-151, 169-173. [Disponible en Biodiversity Heritage Library]


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FRANCIA 7: Èze, Mónaco Y Menton

22 de septiembre de 2017 Desde Niza fuimos hacia Mónaco por la ruta panorámica de la Grande Corniche, contemplando las vistas desde el mirador de La Revère. Después dimos un paseo por el bucólico pueblo de Èze. Una vez en el principado de Mónaco, admiramos el famoso Casino de Montecarlo y paseamos por las callejas de Le Rocher. Por la tarde llegamos a Menton, muy cerca de la frontera italiana, donde nos deleitamos con su bonito casco antiguo (Vieille Ville). Aquel día exploraríamos los confines de la Costa Azul hasta casi llegar a la frontera italiana, visitando por el camino el Principado de Mónaco. Desde Niza, a parte de la autopista, hay tres carreteras panorámicas que hacen este trayecto, llamadas Corniche: Grande, Moyenne y Basse. Dependiendo de los lugares donde quieras parar debes usar una u otra, cada una tiene sus atractivos. Nosotros nos decantamos por las vistas panorámicas de la Grande Corniche. Por el camino hay varios miradores para disfrutar de ellas, pero el mas importante está en el fuerte de la Revère.

22 de septiembre de 2017

Desde Niza fuimos hacia Mónaco por la ruta panorámica de la Grande Corniche, contemplando las vistas desde el mirador de La Revère. Después dimos un paseo por el bucólico pueblo de Èze. Una vez en el principado de Mónaco, admiramos el famoso Casino de Montecarlo y paseamos por las callejas de Le Rocher. Por la tarde llegamos a Menton, muy cerca de la frontera italiana, donde nos deleitamos con su bonito casco antiguo (Vieille Ville).

Aquel día exploraríamos los confines de la Costa Azul hasta casi llegar a la frontera italiana, visitando por el camino el Principado de Mónaco. Desde Niza, a parte de la autopista, hay tres carreteras panorámicas que hacen este trayecto, llamadas Corniche: Grande, Moyenne y Basse. Dependiendo de los lugares donde quieras parar debes usar una u otra, cada una tiene sus atractivos. Nosotros nos decantamos por las vistas panorámicas de la Grande Corniche. Por el camino hay varios miradores para disfrutar de ellas, pero el mas importante está en el fuerte de la Revère. Aunque el día estaba muy tapado y no era el mejor en cuanto a visibilidad, las vistas nos parecieron estupendas. Había vista sobre todo hacia el SW, hacia el Cap Ferrat, una alargada península situada cerca de Villefranche sur Mer.

Vistas desde La Revère, con Èze en primer término y Cap Ferrat al fondo

A continuación bajamos de la Grande Corniche hacia Mónaco, y como nos pillaba de camino decidimos parar en Èze. Este pueblo, situado en un pequeño risco, suele encabezar las listas de los pueblos mas bonitos de la Costa Azul. Eso lo notamos enseguida al intentar aparcar en el pequeño parking que hay en la base de la colina, aunque milagrosamente encontramos un sitio. Èze es un antiguo pueblo medieval protegido por una muralla y por los riscos de la colina donde se asienta. Su centro está formado por una red de pintorescas callejuelas que serpentean entre bucólicas casas de piedra, siguiendo el abrupto relieve. Está lleno de un montón de rincones simplemente preciosos. La única pega es que todo resulta un poco artificioso, todos los comercios están orientados al turismo y no se ve gente local, lo que le quita un poco de autenticidad. En las ruinas del castillo de la cumbre se encuentra Le Jardin Exotique, al que nosotros no entramos pero del que dicen que tiene alguna de las mejores vistas de la región.

Èze
Paseando por Èze
Pequeño rincón en Èze

Luego partimos hacia Mónaco, uno de los países más pequeños del mundo (concretamente el 2º, tras la Ciudad del Vaticano). Es muy curioso como un país tan pequeño ha podido sobrevivir a las vicisitudes de la historia. Ésta está íntimamente ligada a la dinastía de los Grimaldi, que han reinado en el Principado desde el siglo XIII hasta la actualidad. El primero de ellos, Francisco Grimaldi, logró conquistar un castillo genovés que dominaba Mónaco haciéndose pasar por monje para entrar. En su origen el Principado era más grande, y también pertenecían a él los municipios de Roquebrunne y Menton, hoy bajo soberanía francesa. Sin embargo, su pequeño tamaño no ha sido ningún lastre para Mónaco, y hoy es uno de los países con mayor nivel de vida y de riqueza del mundo.

Mónaco

Llegar a Mónaco fue un poco extraño, ya que no vimos ningún cartel que nos indicara que estábamos entrando en un nuevo país. Hay que tener en cuenta que Mónaco está completamente rodeado por la trama urbana de varias ciudades francesas, con lo que hay una continuidad entre los dos países. Nuestra intención era aparcar en el parking de La Condamine, ya que nos pareció mas práctico al quedar entre la zona de Le Rocher y de Montecarlo, las dos que queríamos ver. Pero tanto este parking como el de Place d'Armes estaban llenos, así que nos tuvimos que ir al del Grimaldi Forum, situado junto a Montecarlo. De forma que la primera visita en Mónaco fue evidente, el Casino de Montecarlo. Al llegar era un hervidero de gente, la gran mayoría curiosos que se acercaban a ver si veían a algún famoso o para admirar los lujosos deportivos aparcados en la puerta. Se podía entrar y visitar de forma libre el vestíbulo del casino; eso sí, solo se puede hacer por la mañana, hacia la tarde se abre a los clientes y la entrada está celosamente regulada. El vestíbulo es un magnífico ejemplo de lo que es este casino: lujo y distinción; todo estaba cubierto de mármoles y de relieves dorados. Aunque solo pudiéramos ver aquella sala, a nosotros nos resultó suficiente para hacernos una idea de cómo debían ser las otras.

Casino de Montecarlo
Vestíbulo del casino

Nuestro siguiente objetivo iba a ser Le Rocher, una colina sobre la que se asienta la parte más antigua y mejor conservada de Mónaco. Desde Montecarlo se tarda una media hora caminando, así que decidimos coger uno de los buses del eficiente sistema de transporte público monegasco. Cerca del casino cogimos el bus nº2 (billete 2 €, comprado al mismo conductor), que nos llevó directamente a Le Rocher (es uno de los pocos buses que sube). Cerca de donde nos dejó el bus se encuentra el Museo Oceanográfico, emplazado en un bonito edificio neoclásico, en el que no entramos por falta de tiempo. A nosotros nos interesaba mas pasear por las callejuelas que destilan todavía un aire medieval en Le Rocher. El contraste con el resto de la ciudad no podía ser más grande, allí no se apreciaba nada del lujo que caracteriza a la ciudad. A nosotros nos chocó, no esperábamos encontrar aquella especie de pequeño pueblo en pleno Mónaco. Para darnos cuenta que estábamos en el Principado, nos asomamos a uno de los muchos miradores que dan al norte, que tienen unas vistas espectaculares de la ciudad y del puerto lleno de yates. Ese es el Mónaco que todo el mundo tiene en la cabeza.

Le Rocher, Mónaco
Vistas de Mónaco desde Le Rocher
Paseando por Le Rocher

Hacia el extremo occidental de Le Rocher se encuentran los dos edificios históricos mas importantes de Mónaco. Primero la Catedral, un edificio moderno de principios del siglo XX. Lo más interesante del templo es que es el lugar de entierro de la mayoría de los Grimaldi; sus tumbas son sencillas lápidas dispuestas en el deambulatorio del ábside, y es muy popular entre los visitantes la de Rainiero III y Grace Kelly. Muy cerca de la catedral se encuentra el Palais Princier, la residencia actual de los Grimaldi. Aunque visto desde su entrada principal de Le Rocher no lo parezca, todavía conserva su estructura de fortaleza, con altos muros y almenas en las fachadas que miran hacia norte y sur. Esta fue la fortaleza que conquistó el primer Grimaldi en el siglo XIII, Francisco, y una estatua suya vestido de monje frente al palacio recuerda su epopeya.

La Catedral de Mónaco
Palais Princier, la residencia de los Grimaldi

Abandonamos Le Rocher por la Rampe Major y paseamos un rato por el barrio de La Condamine. Estaba llena de mansiones barrocas y era muy tranquilo para pasear. Con aquello dimos por concluida nuestra visita por Mónaco, que nos gustó mucho, sobre todo Le Rocher. Al final nos estuvimos unas dos horas y media haciendo la visita. Volvimos a coger un bus (esta vez compramos los billetes en una máquina de la calle y nos costaron 1,50 €) hasta el Grimaldi Forum, donde habíamos aparcado el coche (el parking nos salió por 9,10 €).

La Condamine

Abandonamos Mónaco y nos dirigimos a Menton, la última localidad francesa que hay antes de la frontera italiana y donde haríamos noche. Así que fuimos directamente a nuestro alojamiento, el Hotel Richelieu, y por fortuna encontramos sitio para aparcar en una zona azul muy cercana. El hotel era muy básico, pero suficiente para nosotros. Su ubicación era inmejorable, en pleno centro de Menton. La habitación nos salió por 62,10 € la noche (no había opción de desayuno), un precio aceptable por lo que obtuvimos a cambio.

Nuestra habitación

Gracias a su enorme playa de guijarros, Menton es un popular lugar de verano, y entre sus visitantes se encuentran personalidades de la talla de Jean Cocteau. Su centro se encontraba algo aletargado una vez había finalizado el mes de agosto, pero eso hacía que pasear fuera mas placentero. Su playa no nos pareció gran cosa comparada con las enormes playas de arena de las que gozamos en España. Menton es muy famoso por sus limones, y gracias a su microclima tiene las condiciones óptimas para su cultivo. No nos pudimos resistir la tentación a comprar una porción de su famosa tarte au citron.

Paseando por Menton
Menton
Playa de Menton

Aunque lo mejor de Menton es sin duda su Vieille Ville, un casco histórico medieval encaramado en la ladera de una pequeña colina. Es tan pequeño y está tan escondido que fácilmente puede pasar por desapercibido para un visitante casual. Se accede a través de una arcada situada enfrente de la basílica de Saint-Michel-Archange. Al traspasar la arcada ingresas en un lugar casi mágico, formado por estrechas callejuelas rodeadas por bucólicas casitas. Pasear por allí nos encantó, hay un montón de lugares maravillosos. Y lo mejor de todo es que apenas había gente, la mayoría de visitantes se conforma con pasear cerca de la playa. Para nosotros fue una de las sorpresas mas agradables de aquel viaje, así que vale mucho la pena dedicarle una visita.

Vistas de la Vieille Ville de Menton
Callejas de la Vieille Ville
Menton, uno de las mejores sorpresas de aquel viaje
La Vieille Ville, de lo mejor de Menton

Volvimos al hotel a descansar un poco y a darnos una merecida ducha. Por la noche salimos a cenar por el centro, y la verdad es que nos encontró encontrar un restaurante abierto y que no estuviera hasta los topes. Al final acabamos en el restaurante Les Enfants Terribles, en el que la primera impresión no fue muy buena: el primer camarero que nos atendió nos dijo que estaban llenos aunque se veían varias mesas vacías, así que nos hicimos los tontos y se lo pedimos a otro camarero, que nos adjudicó enseguida una mesa. Pedimos tallarines con marisco y espaguetis con jamón y queso de cabra. La verdad es que la comida estaba mejor de lo que nos esperábamos, los platos eran muy generosos, la pasta estaba cocida en su punto y en el plato de marisco no habían escatimado la materia prima. Junto a medio litro de vino tinto, la cena nos salió por 55 €, un precio que nos pareció algo caro para dos platos de pasta.

Nuestra cena


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Francia 6: Villefranche sur Mer y Niza Francia 8: Antibes & St. Tropez

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